Las manos le olían a lejía, como siempre; pero, también como siempre, las lamió.
La tenía debajo, a medio hacer, tan sólo con una bata de color azul cielo.
Siempre le había encantado aquel color.
Más aún ahora, cuando debajo de él sólo había esquinas de piel que se doblaban al ritmo que él marcaba.
Era jueves. Jueves de lejía.
Desde hacía tres meses adoraba aquel día de la semana que tantas veces se utilizaba de manera peyorativa. Ella era su jueves pero, no porque sobrara, sino por todo lo contrario.
Le rozó el cuello. Liuba. Lamió el nombre tatuado en la piel.
Sonaba Eva Cassidy en el reproductor del salón. La misma música y el mismo olor cada jueves.
Ese día, sus padres no iban a casa a comer. Él no tenía clase y a ella le tocaba limpiar el portal.
¿Podremos fiarnos de la chica rusa? Murmuraban los vecinos.
Liuba Antonov.
Era jueves. Jueves de lejía.
Desde hacía tres meses adoraba aquel día de la semana que tantas veces se utilizaba de manera peyorativa. Ella era su jueves pero, no porque sobrara, sino por todo lo contrario.
Le rozó el cuello. Liuba. Lamió el nombre tatuado en la piel.
Sonaba Eva Cassidy en el reproductor del salón. La misma música y el mismo olor cada jueves.
Ese día, sus padres no iban a casa a comer. Él no tenía clase y a ella le tocaba limpiar el portal.
¿Podremos fiarnos de la chica rusa? Murmuraban los vecinos.
Liuba Antonov.
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