miércoles, 2 de diciembre de 2009
Días grises
Cerró la puerta del portal y abrió el paraguas. Se cobijó debajo de la tela impermeable y maldijo, por quinta vez, aquel día tan gris. Arrimó el bolso hacia el costado y caminó despacio, mirando hacia el suelo. No llevaba el calzado adecuado. Lo sabían ella y sus calcetines empapados. La calle tenía cara de aburrimiento. ¿Qué mierda de día, eh? Pero la calle, como una calle normal, no le respondió.
Cruzó el puente y detuvo la mirada en el río. Prefería el agua salada. Lo siento. Pero el río, como buen río, tampoco le contestó. Llegó a la cafetería con la chaqueta rociada de apatía. Un hombre, sentado a la barra, se dio cuenta y giró la cabeza. Él mismo salivaba nostalgia, así que buscó una mesa lo más alejada de él.
Un café con leche, por favor. La camarera obedeció la orden y posó la taza mansuñada encima de la mesa. Pensó en una mononucleosis galopante y después se lanzó de cabeza al libro. Sin coger carrerilla. Un salto seco. Retiró el marcapáginas, pasó la hoja y se zambulló. Durante una hora dejó de llover.
Cuando cerró el libro volvió el gris. Sacó una moneda gris y se la dio a la camarera gris. Recuperó el paraguas gris y abrió la puerta gris. Hasta luego, dijo con un tono gris. Y la gente, como es normal, no respondió ni en gris, ni en color. Puta lluvia.
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